FULANITO, EL DOCTOR

Raimond Gutiérrez/
 
En Venezuela, y en gran parte de Latinoamérica, se acostumbra a llamar «doctor» a los abogados, médicos y otros profesionales. Ello se debe a que en el contexto colonial y posindependencia, las primeras universidades conferían el título de doctor a quienes finalizaban estudios en medicina o derecho, consolidándose el término como sinónimo de profesional en esas áreas. El término viene del latín «docere» (enseñar) y originalmente se refería a quien enseñaba o tenía gran conocimiento y luego se extendió a otras profesiones. Hoy por hoy, la Real Academia Española (RAE) define y acepta el uso del término doctor, que se refiere a alguien con el más alto grado académico: Doctorado o PhD (Philosophiae Doctor), pero también, de forma coloquial y extendida, a los médicos, odontólogos, farmaceutas y otros profesionales terapéuticos, aunque no tengan el título universitario formal de doctor, una aceptación que ha evolucionado con el uso social.
Pero cosa distinta es que los demás nos digan «doctor» a los profesionales que no tengamos doctorado (lo cual es una acción de otros y no nuestra), y que nosotros mismos, sin tener doctorado, nos presentemos o anunciemos públicamente como «doctor». Además de la ausencia de modestia y –en el decir de Cantinflas– la «falta de ignorancia» que eso último exhibe, arrogarse un grado académico –como el de doctor– cuyo título oficial no se posee constituye un delito denominado «Usurpación de títulos» con serias repercusiones sancionatorias que pueden incluir, a costa del condenado, la publicación de un extracto de la sentencia en un periódico (art. 214 del Código Penal).
Según nuestra legislación, para llegar a ser doctor se requiere que el aspirante debe previamente: tener acumulativamente los títulos correspondiente al grado de licenciado, abogado, ingeniero, etc., de especialista en alguna rama de su ciencia y de Magister Scientiae o MSc (Maestro en ciencias); dominar instrumentalmente (leer y hablar) un idioma diferente al castellano; aprobar (con un promedio mínimo de 15/20 puntos) todas las asignaturas del pensum doctoral; y presentar, defender públicamente ante un jurado y aprobar la tesis doctoral (la cual debe constituir un nuevo y relevante aporte a la ciencia, la tecnología o las humanidades, y reflejar la formación humanística y científica del autor).
Todo lo inmediatamente anterior significa la «bicoca» de –no menos de– 13 años de estudios. Es por ello que se impone la deliberación sobre cómo nos sentimos los profesionales que vamos en ese camino de estudios (más de la sexta parte de la vida promedio) frente a un novel profesional que se anuncia como «doctor», sin entender que si las demás personas nos dicen «doctor» es un favor inmerecido el que nos hacen.
En sentido similar a lo hasta aquí dicho, existen también personas certificadas o diplomadas en algún oficio que también se presentan y anuncian públicamente como profesionales o titulados en esa ocupación. Al respecto, primero diferenciemos lo que es un oficio y una profesión: según la RAE, un oficio es una ocupación habitual, a menudo manual o física, que se aprende con estudios básicos, práctica y destreza, mientras que una profesión es el empleo o la facultad que adquiere quien ha tenido una formación académica o estudios especializados. Además, distingamos lo que es un certificado y un título: conforme a la RAE, un título es un documento oficial que se obtiene al superar un ciclo de enseñanza determinado (como bachiller, licenciatura, maestría o doctorado), que puede acreditar un grado académico o la capacidad para ejercer una profesión, mientras que un certificado es un documento que da fe de un hecho o una situación específica, como un curso de capacitación. La diferencia clave es que el título es un reconocimiento formal de estudios terminados para ejercer una carrera, mientras que un certificado es una constancia de algo particular, aunque ambos son documentos acreditativos. Asimismo, un grado académico es a su vez: un nivel de educación superior reconocido y otorgado por una universidad al completar un programa de estudios, legitimando un nivel de conocimiento y especialización. A diferencia del título profesional, que habilita para ejercer una profesión, el grado se enfoca en el nivel de formación y permite acceder a estudios de postgrado.
Ergo, el certificado de haber realizado un curso o un diplomado en absoluto se asemeja a un título. Por ejemplo –y apropósito de haberse conmemorado hace poco el Día Nacional del Locutor, comunicadores a quienes por supuesto respetamos y admiramos– un aspirante a locutor venezolano lo que recibe de la Universidad Central de Venezuela, de la Universidad del Zulia, de la Universidad Bolivariana de Venezuela, de la Universidad Católica Santa Rosa y de la Universidad Nacional Experimental Francisco de Miranda, es un Certificado de Locución, no un título. Esto no lo decimos por antojo, sino porque así, tal cual, lo anuncian dichas casas de estudios. Verbigracia: la UCV, desde 1998, ofrece el Curso de Locución de su Escuela de Comunicación Social y otorga el certificado de locución (consúltese: https://locucionucv.com).
De la misma manera, quien realiza un diplomado –que es un curso, no un grado académico, para actualizar y complementar un área de conocimiento específico, con una duración corta (entre 80 y 300 horas) y un fuerte componente práctico destinado a mejorar el desempeño profesional– no obtiene un título sino un diploma, un certificado. Cónsono con la RAE, diploma es el documento que acredita un grado académico, un curso o un premio, mientras que título es más amplio y se relaciona con el derecho a ejercer una profesión, siendo el diploma el documento físico que se entrega y el título el concepto del grado obtenido (licenciado, maestro en ciencias o doctor).
Y como quiera que, a 38 años distantes de nuestro primer grado académico –gracias a Dios– y distintos a los que se dicen «doctores» o se afirman «titulados» sin serlo, somos –y seguiremos siendo por antonomasia aprendices y nada más que aprendices de la ciencia del Derecho; habiéndonos ya topado con Sócrates (470-399 a.C.) y su enmienda: «Solo sé que no sé nada»; recordamos el origen constitucional de todo lo precedentemente: «La ley determinará las profesiones que requieren título y las condiciones que deben cumplirse para ejercerlas, incluyendo la colegiación» (artículo 105 de la CRBdV).
Cerramos con una frase para razonar del sempiterno Miguel de Cervantes Saavedra, contenida en el capítulo 38, que trata del curioso discurso que hizo don Quijote sobre las armas y las letras, de su magnánima obra «El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha» (1605): «Alcanzar alguno a ser eminente en letras le cuesta tiempo, vigilias, hambre, desnudez, váguidos de cabeza, indigestiones de estómago y otras cosas a éstas adherentes, que en parte ya las tengo referidas».   

Entradas relacionadas